En el perú, nuestra política pasa con demasiada facilidad de lo

Artículo sobre Información y Propiedad Intelectual
Eduardo Villanueva Mansilla
Para Quehacer. Junio 2005.
Entre los temas de interés que surgen en la discusión pública, cuando ésta trasciende las banalidades habituales, aparece la urgencia para aprovechar la tecnología informática. A su vez, uno de los principales beneficios de contar con computadoras y acceso a la información es, a su vez, acceso a la información. La información como insumo productivo, como insumo educativo, y como entretenimiento quizá. Aunque no parezca evidente, hay una abundante producción que sistematiza esta categoría, y a la que se puede remitir el ejercicio de identificar cuál es el papel de la información para el desarrollo de un país como el nuestro. Debates indirectos, como el del TLC, ofrecen una ventana a la importancia de estos asuntos. Pero una aproximación directa puede servir para definir mejor por qué el tema de la información debe ser rescatado y convertido en central para cualquier discusión pública.
Piratería: esa es la palabra que parece resumir a la perfección nuestra relación con la industria global de la comunicación. Más allá de las campañas y quizá de lo que nuestra conciencia trate de decirnos a veces, lo cierto es que la capacidad de consumo de películas, música, juegos para computadoras y consolas y algunas otros productos culturales, depende de la existencia de redes de piratería, muchas de ellas globales. La importancia de estas redes no es despreciable. Difícil de calcular, su magnitud está en directa relación con el tamaño de la industria “formal” de la comunicación, que mueve cantidades increíbles: 180 millardos el cine, 35 millardos la música, 23 millardos la industria del libro, e incluso 10 millardos los juegos de computadora. La importancia de estas industrias en la balanza de pagos de los Estados Unidos o de Japón es significativa, puesto que en el caso del cine, estamos ante una actividad casi por completo de exportación, mientras que para Japón, la presencia de dos fabricantes en el mercado de consolas de juegos, de tres existentes, sirve para indicar la manera como estas actividades resultan críticas, de varias maneras, en cada caso. Siguiendo con las consolas de juego: el lanzamiento de uno de estos aparatos, con un precio de venta promedio de USD 250, requiere varios años de planificación, incluyendo significativas innovaciones tecnológicas en el hardware computacional a utilizarse, innovaciones a ser coordinadas con los fabricantes más importantes, en Japón, Estados Unidos o Europa. Este hardware además requiere ser presentado con antelación a los productores de juegos, empresas de buen tamaño por mérito propio, como Software Arts o Electronic Arts, algunas de las cuales han llegado a producir significativos éxitos crossover, como Lara Croft o Resident Evil, convertidos en películas tras haber sido juegos muy vendedores. También existe, como suele ser indispensable ahora, merchandising alrededor de estos productos, y en algunos casos hay vínculos de estilo de vida: juegos como el muy popular Grand Theft Auto están claramente inspirados en la cultura Gansta Rapper, y son utilizandos para lanzar productos como ropa, accesorios o bebidas que van dirigidas al público que consume la música, por un lado, o los juegos, por el otro. Todo esto llega a nuestras ciudades: claro está, el grueso de los consumidores de Grand Theft Auto o de Lara Croft compran una PlayStation 2 o un X Box original porque no es posible conseguir una versión ensamblada en el emporio informático de “Wilson”; pero el software es adquirido en versiones piratas, en su gran mayoría. No es novedad local, puesto que la piratería proviene de mercados mucho más grandes tanto en número de consumidores como en la presencia de crackers especializados en quebrar la seguridad de los juegos. Pero nuestros comerciantes de mercadillo de barrio son la parte final de una cadena de comercialización que, paralela a la oficial, existe en todo el mundo y que produce resultados en todas partes. Esta enorme demanda por juegos refleja la importancia de la economía del conocimiento: estos productos son comparables a las patentes que se quiere proteger mediante el TLC, no porque sean el resultado de trabajos similares, ni mucho menos, sino porque su origen es similar: especialistas altamente preparados, en un entorno muy competitivo, que trabajan durante años para producir un artículo que se comercializa globalmente, el que carece de insumos materiales significativos, que no requiere realmente materias primas o trabajo de baja calificación. Los químicos que hacen medicinas son comparables a los programadores que han creado a Lara Croft, puesto que trabajan creando información. La creación de información no puede ser vista como una actividad intelectual, sino más bien como un negocio inmenso. Los retornos sobre la inversión pueden ser enormes, como también pueden ser pobres o simplemente inexistentes: el negocio de los medicamentos suele ser considerado de alto riesgo, con muchas medicinas que no logran ser terminadas, o que no pasan por las pruebas necesarias por su aprobación para venta, o que tienen que ser retiradas, y sus usuarios reparados, porque se descubren efectos secundarios tiempo después de su puesta en venta, como el reciente caso del Vioxx muestra. Por ello, para muchas empresas, la protección de su propiedad intelectual es la principal seguridad de contar con fondos para continuar compitiendo. Es fácil entender porque para un país como Estados Unidos resulta tan crítico proteger generosamente la propiedad intelectual, en todas sus formas. La ausencia de protección resulta garantía de perdida económica para sus empresas más importantes, las que son capaces de dominar un mercado por completo y que por lo tanto reemplazan, en términos del PBI, al sector manufacturero o al extractivo. En el gran esquema de las cosas, para una economía desarrollada no importa tener que exportar la producción de reproductores de discos compactos a un país de Extremo Oriente, si las patentes siguen funcionando y por lo tanto, se sigue recibiendo dinero por un invento: el caso de Philips. Pero mejor aún, si se logra crear un nuevo producto, que le quita importancia al anterior, y donde el costo de manufactura es secundario porque lo más importante es que, sin importar el costo relativamente alto, es atractivo para el público consumidor y relega productos antiguos en el mercado: el caso del iPod, el reproductor de archivos musicales de Apple, que ha creado un nuevo mercado y postergado el CD como principal formato para la música, es una demostración de este tipo de innovación. Lo importante del iPod es el diseño, tanto tecnológico como de estilo, involucrado. Proteger la patente resulta indispensable. Pero junto con proteger la patente de iPod, tarea relativamente fácil, habría que proteger la propiedad intelectual de los contenidos que van en el iPod, lo que no es tan sencillo. Desde que en 1999 apareció Napster, una aplicación de la Internet que permitía copiar archivos de música entre computadoras, sin importar dónde estaban en el mundo, la industria de la música, y con ella todas las que trata de vender contenidos, vive tratando de parchar los huecos creados en sus redes de distribución, por las innovaciones en la Internet, que ahora permiten transferir películas enteras sin mayor esfuerzo. Las versiones piratas de una película disponibles en las esquinas de Lima existen también en los bitTorrents, la nueva generación de aplicaciones que permiten copiar archivos entre computadoras conectadas a la Internet. Copiar esas películas a un DVD, mediante la computadora en casa, cuesta aún menos que comprarla en la calle. Aunque podría decirse que el trabajo intelectual involucrado en producir La venganza de los Sith es incomparable a lo que requirió poner el Viagra en el mercado, lo cierto es que en ambos la cuestión más crítica es muy parecida: una vez que el producto intelectual está puesto en venta, proteger el acceso a la “fórmula” es lo más importante para el fabricante, e impedir que cualquiera pueda copiar esa “fórmula” sin pagar primero al fabricante resulta crítico. Al igual que la protección extendida de patentes que propone el TLC, existe la ley Sonny Bono, que fue propuesta en la década de 1980 por el por aquel entonces diputado federal de los Estados Unidos que antes fue esposo y socio musical de Cher, con el fin de extender el copyright de cualquier producto intelectual sujeto a derechos de autor, justo a tiempo para impedir que las primeras producciones de la Disney en las que aparecía Mickey Mouse pasasen al dominio público, con lo que cualquiera podría copiarlas, venderlas y eventualmente, alterarlas. Hay pues que entender las controversias respecto a la protección de datos que enfrentan los negociadores peruanos del TLC, como parte de un tramado de disputas que ocurren en todas partes, y que tienen como motivo principal a la información. Así como hay activistas que plantean que un TLC con protecciones agresivas a las patentes médicas no debe ser firmado, también hay activistas en los Estados Unidos que piden la abolición de las leyes como la Sonny Bono, para liberar grandes cantidades de información que actualmente son base de grandes negocios, o que se oponen a la criminalización del uso de redes de intercambio de archivos, las sucesoras de Napster, porque a través de ellas el consumidor tiene más posibilidades y más control, sin necesariamente afectar el negocio final de los productores de contenidos. Estos son, al parecer, negocios en los que mucho no tenemos que decir. Un país como el Perú no es un productor significativo de información, apenas un consumidor pequeño, como lo es la economía peruana. Claro está, la naturaleza interconectada de la Internet hace que baste un país fuera de control para que el tejido completo esté en riesgo: una copia del Windows XP, dejada sin custodia en una feria informática en los Estados Unidos, terminó produciendo versiones piratas en Malasia que fueron distribuidas mundiales en cuestión de días. Por ello el TLC resulta tan importante, porque establece un estándar de negociación y acuerdo, y porque puede cerrar las fugas. La ausencia de política nacional en estos temas es obvia: nadie parece interesarse en la clara renuncia a contar con una reserva cultural, como mecanismo final para garantizar, sino protecciones de mercado, al menos mecanismos promocionales de producción de contenidos cinematográficos, televisivos o en general culturales. Más allá que ciertas voces sean capaces de expresar apoyo o desprecio por la noción misma de reserva cultural, como lo ha hecho en el segundo caso Mario Vargas Llosa, la urgencia de discutir estos temas radica en su correlación automática con tratados y acuerdos multilaterales que crean obligaciones, las que producirán resultados en el largo plazo, sobre los que no tenemos, para no hablar de control, la más mínima intuición. Claro está, puede sonar excesivo angustiarnos por proteger posibilidades o intenciones: el Perú es un importador neto de productos informacionales, desde libros hasta medicinas, y no parece ser que tengamos esperanzas de revertir esta posición. Si hemos de encontrar espacios de especialización, será en otras actividades, y lo mejor es contar con las oportunidades comerciales que nacen de estos “nichos”, antes que proteger ilusiones. ¿O acaso es que sí hay algo que proteger? Hay algunas controversias sobre propiedad intelectual de diversa categoría, que sirven para resaltar la urgencia de enfrentar el problema no solo como consumidores, sino también como productores. Quizá la más conocida, pero no necesariamente la más relevante, es la del Pisco. Insistentemente proclamado como producto de bandera, la titularidad internacional de la denominación de origen siendo estando en cuestión, gracias a la combinación de inacción local y claridad de propósito de los productores chilenos, que usan su capacidad de palanqueo, como grandes exportadores de vino, para colocar su aguardiente en los mercados en lo que el pisco peruano tiene que bandearse solo. Pero más importante es el asunto de los camélidos. Nadie puede negar que la riqueza original de los camélidos sudamericanos, un gran regalo de la naturaleza, es peruana. Pero si bien algunas políticas de estado han sido exitosas para mantenerlos vivos, como lo es Pampa Galeras y similares reservas, lo cierto es que todo está dado para que nuestro país tenga la misma importancia en el negocio global de las lanas finas de camélidos que el que tiene Etiopía en el negocio del café. Etiopía es la patria del café: algunas colinas en ese país tiene el stock original de material genético silvestre que permite crear cualquier variante domésticada y que sostienen el negocio brasilero, colombiano, hawaiiano y de otros países. El grano arabica o el grano java son, finalmente, originarios de Etiopía. Pero Etiopía no vende cantidades significativas de café, ni es reconocido como un productor, ni siquiera en términos simbólicos, significativo. Generaciones de manipulaciones genéticas por cultivadores de café han permitido que los cafés más logrados, tanto en gusto, calidad y tasas de producción, residan en otras partes del mundo. Las lanas de nuestros camélidos están siendo mejoradas en países con largas tradiciones ganaderas, como Australia y Nueva Zelanda, o con capitales y recursos humanos en condiciones de acometer la tarea, como los Estados Unidos. Incluso Chile está siendo un exportador significativo, gracias a la combinación de descuido en las fronteras, falta de capitalización de los productores, y general abandono tecnológico del terreno. La fibra de alpaca o de vicuña que puede ser utilizada por los grandes confeccionistas, pronto tendrá un origen distinto al peruano. Aparte de las razones directamente económicas, como la mencionada falta de capitalización o la ausencia de unidades de producción agregadas, la cuestión más seria que adolece nuestra ganadería de camélidos es la falta de información. Información genética en este caso, que sea combinada con programas de investigación y desarrollo orientados a mejorar la fibra, aumentar rendimientos, preservar los stocks genéticos; pero también información comercial, que prepare a los productores de lana, de fibras y de tejidos para competir directamente en mercados que pueden estar interesados en comprar estos productos pero que carecen de los recursos para entrar sin ayuda en estos mercados. Así como con los camélidos, y con muchos otros productos agropecuarios, podemos ver el éxito que provee el acceso a la información. ¿Qué son los esparragueros sino buenos usuarios de información, tanto en la cuestión del producto como en la comercialización? Son agricultores con capacidad de aprovechamiento de ventajas competitivas muy concretas, que a su vez tienen acceso no solo al crédito y a los recursos materiales, sino sobre todo a la información necesaria para realizar sus negocios. Es una ilusión creer que el acceso al crédito o a la maquinaria bastarán para salvar los problemas de productividad y viabilidad comercial del agro peruano; se requiere, sobre todo, recursos humanos con capacidad de adquirir información y usarla de manera sistemática para competir exitosamente. Estos recursos humanos son caros y toman tiempo en ser formados. Sobre todo, requieren ciertas seguridades antes de embarcarse en actividades de riesgo, puesto que la coincidencia entre capital de riesgo y manejo de las tecnologías y de los conocimientos necesarios para emprender estas tareas, no es precisamente común. Se necesita entonces que los capitalistas encuentren a los especialistas. La unión del capital y la investigación y el desarrollo está en la base de la expansión económica del siglo XX, desde el auge de la industria química, del petroleo, el plástico, hasta la actual popularidad de las tecnologías de información y comunicación. Lograr que el capital y la investigación se unan no es tarea fácil, puesto que requiere que ambos existan y tengan objetivos comunes. La investigación, en muchos casos muy sofisticada, muy cara o muy a largo plazo para que exista en las mismas empresas, tiene su lugar natural en centros de altos estudios, como las universidades con programas de postgrado. Las empresas necesitan contar con las universidades como socios, pero también tienen que desarrollar su propia capacidad de aplicar las innovaciones propuestas por la investigación, de maneras concretas y de impacto inmediato.
Un ejemplo menor: ¿cuántos ejercicios de innovación en técnicas de construcción se han desarrollado en el Perú? Un cantidad significativa, en universidades de Lima como la PUCP o la UNI, y en provincias también. Al mismo tiempo, ¿cuántas innovaciones reales se aplican en el terreno de la construcción en el Perú? Pocas, quizá muy pocas, ante la amenaza constante de ciudades andinas transformadas en pastiches de ladrillo, neón y fierro, sacados de la estética “Norky’s” que parece invadir Lima por todas partes. Las innovaciones en construcción no han servido para que los peruanos tengan casas más baratas y más adecuadas a su entorno, sino que dependan de productos costeños en todo el país, con el consiguiente aumento en el costo de construcción y complicaciones para la implementación, dado que el ladrillo y el cemento no son necesariamente los materiales de mantenimiento más fácil, o de mejor habitabilidad, en los climas andinos o amazónicos. Entonces, no estamos creando información en donde deberíamos, y el conocimiento e información que creamos no está articulado sino mínimamente con lo que realmente hacemos y necesitamos. Este divorcio habla a las claras de las carencias de la relación entre el sector académico y el productivo, asi como de la falta de protagonismo real del Estado, para actuar como bisagra de este diálogo. El problema real es la existencia de una falacia respecto al rol de la educación para lograr el desarrollo, falacia que sustenta casi por completo al sistema educativo peruano, y que tiene que ver directamente con la manera como entendemos nuestra relación con la información. Constantemente aparecen en la discusión pública demandas por nuevas universidades. El nada despreciable grupo ya existente provee al mercado laboral cantidad ingentes de profesionales, todos los años. Al mismo tiempo, la producción intelectual en el Perú no aumenta, y la participación de especialistas locales en la producción de conocimiento, en la forma de libros, artículos de revistas académicas pero también patentes y demás contenidos intelectuales, sigue siendo abrumadoramente pobre. La existencia de universidades no parece guardar mayor relación con la capacidad de nuestro país para ofrecer conocimiento. Quizá un elemento para juzgar la situación pueda ser el consumo de información en las universidades. Baste considerar el tamaño y calidad de las bibliotecas universitarias, y su relación con el trabajo cotidiano de la enseñanza superior, para descubrir un gran divorcio entre lo que se supone es el trabajo universitario, la creación de conocimiento, y lo que está realmente siendo, la enseñanza mecánica y poco imaginativa de conocimiento provisto por terceros. Nuestras universidades resultan siendo, como se dice hace mucho, fabricas de profesionales, pero el producto fabricado no se sostiene puesto que responde a modelos antiguos, vencidos y probablemente obsoletos. Esta situación crea un círculo muy vicioso, del que cuesta salir para funcionar siquiera ligeramente mejor. La creación de conocimiento demanda, como se ha dicho, tiempo y recursos, dos insumos de los que parecemos carecer. Ante la falta de capacidad para realizar investigación y desarrollo, en las empresas o en las universidades, nuestra capacidad colectiva para crear innovaciones que amplien nuestros mercados internos o que permitan exportar termina muy limitada. Junto con esto, aparece la cuestión del consumo masivo de productos intelectuales pirateados. Nadie niega que es casi imposible para el consumidor común acceder a la última tecnología si no se hace mediante copias “alternativas”; tampoco hay que negar que los productos de la cultura popular reciben, en muchos casos, precios irreales para la capacidad de compra de los consumidores. Pero el problema no reside en las justificaciones, sino en las consecuencias de los actos de los consumidores. Comprar un DVD pirata permite accesar a niveles de consumo imposibles a precios oficiales, con más comodidad y sin complicaciones como las que ofrece un alquiler. Adquirir un libro pirata es más barato, y no parece haber mucho prejuicio si se considera que el autor no va a recibir parte significativa del dinero de la venta. Fotocopiar libros en la universidad es la única manera de poder leer porque la educación es cara y los libros, aún más todavía. Acostumbrarnos a comprar pirata, aparte de ser delito o de perjudicar a los proveedores, refuerza la noción de que la adquisición de un bien cultural no es un acto importante. Se trata de salir del paso, de solucionar la demanda rápidamente, no de invertir. De acuerdo, la inversión suele estar fuera de las manos, pero el consumo de piratería abarata la relación entre el individuo y la cultura, sea la popular o la científica, al hacer al “envase” de la cultura, el libro, el CD o el DVD, un producto descartable, que se compra para luego botar, tan pronto se ha logrado el cometido original, o se almacena sin mayor compromiso con el futuro. Vista la película, dado el examen o leída la novela de moda, ¿qué necesidad tenemos de conservar artefactos que precisamente por ser baratos y piratas, son en el fondo deleznables, efímeros? Indiscutiblemente, muchos hacen colecciones con sus discos o libros piratas, tantos como los que prescinden del material una vez usado. Pero lo que importa aquí no es el destino preciso que espera a cada copia, sino la actitud que tenemos frente a los contenidos. Vistos funcionalmente, como cuestiones que tienen un uso preciso y luego son descartables, mostramos la misma posición ante el libro pirata que tenemos ante la necesidad de creación de riqueza. No invertimos hacia el mañana sino que tratamos de solucionar el problema de hoy. La especulación resulta más creativa que la inversión; el pasar por encima de las reglas o de las leyes refleja nuestra falta de interés en construir una sociedad con futuro, con propósito compartido. No lo hacemos en lo cotidiano, ¿por qué habríamos de hacerlo en el largo plazo? La urgencia de invertir en información, no solo en consumirla sino sobre todo en crearlo, es la urgencia final de una sociedad contemporánea. Sin creación de información, no podemos pensar en aprovechar ni nuestros “nichos” ni nuestras ventajas competitivas; sin creación de información, nuestra educación superior no tiene futuro. Es más que una cuestión administrativa, es una necesidad nacional. Fijarnos un propósito para crear riqueza sostenible, de largo plazo, exije más que tratados o políticas “politicamente correctas”: exije sobre todo imaginación. La imaginación solo se alimenta de las demás creaciones humanas. Garantizarnos a todos los peruanos acceso justo a la información, al conocimiento y los productos de ambas no es pues el mero gesto de abaratar los libros o de permitir que ciertas medicinas sean más accesibles. La tarea demanda definir cuáles son las áreas de la economía que se verían enriquecidas, aquí y ahora, por un uso intensivo de información y que permitirían crear riqueza con efecto multiplicador. Lograrlo requiere un trabajo político, en el buen sentido, que obligue a reformar a las universidades, a las empresas, al Estado, en general a nuestra actitud frente a lo que debemos hacer para aprovechar nuestro potencial. Alcanzar tamaña meta será trabajo de titanes; por ello, hay que empezarlo ya.

Source: http://macareo.pucp.edu.pe/~evillan/Eduardo%20Villanueva%20Mansilla/Escritos_files/EVM-quehacer2005.pdf

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